24 de Septiembre
Finalmente llegó el momento de ir al Tayrona, un parque nacional sobre el mar Caribe. Es una selva montañosa que termina en el mar, en playas blancas de palmeras… Espectacular.
Combinamos para ir con Job Martens, nuestro amigo holandés que conocimos en los llanos; un flaco muy gracioso y con muchas pilas. Lo esperamos en el mercado de Santa Marta, dese donde sale el colectivo al parque, y donde aprovechamos para comprar algunos víveres.
Al mediodía había empezado a llover copiosamente, y las calles de Santa Marta eran como ríos. El mercado, unas 6 o 7 cuadras de puestos en la calle y las veredas, es muy parecido a todos los mercados, pero con algunos mostradores de carne y pescado que le daban un olor particular. Con el agua por los tobillos no era de esos lugares que uno quiere visitar…
Acostumbrado a la puntualidad europea, Job no podía creer que su colectivo se demorar dos horas más de lo previsto culpa de la “lluvia” y que a nosotros no nos moviera un pelo el hecho de tener que esperarlo.
El problema fue que cuando llegamos al parque, este había cerrado hacía media hora, y pasar significó unos quince minutos de chamullo y promesas, otra sorpresa para el europeo. (El tipo se jactaba cuando hablaba con otros extranjeros, de las ventajas de viajar con argentinos) El tema es que a las seis y media se pone el sol, y caminar por los senderos de la selva con barro y piedras resbaladizas y sin conocer el camino, no era algo muy seguro, pero finalmente tranzamos en que dormiríamos en Castilletes, el primer campamento.
Tanto la entrada al parque como las estadías en los campamentos eran carísimas. Ni hablar de la comida. Pero el lugar bien vale la pena. Además teníamos nuestras provisiones: Ron, Coca-Cola, pan, queso, atún, fideos, papas y cebolla.
Nuestra primer comida fue memorable. Leña mojada, sin encendedor ni cacerola, nos arreglamos para cocinar unos fideos comestibles que devoramos directamente desde la hoya que nos prestaron, turnándonos el tenedor y las dos cucharas…
Al día siguiente caminamos hasta La Piscina, una playa donde se podía nadar, (hay varias playas con mucha corriente, prohibida para ello) Nos agarró hambre y decidimos comer unos cocos. No se realmente si fue más difícil subir a la palmera o pelar esos frutos… y lo peor de todo es que o tenían nada de “carne”!! Una verdadera frustración después de tanto trabajo. Por suerte más arde encontramos algunos que estaban muy buenos, y además mejoramos la técnica de pelado.
Dormimos esa noche en Cabo San Juan de la Guía, y aunque molidos por el viaje, a la mañana siguiente me levanté al alba para tomar unos mates con Nicolás y Darío, unos argentinos del Bolsón que se iban tempranito esa mañana. Cómo extrañamos el mate!! Lo tuvimos que dejar en Bogotá cuando empezamos con las bicicletas.
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